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miércoles, 12 de abril de 2017

JERZY KUKUCZKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres

JERZY KUKUCZKA. LA SANGRE Y EL ÁMBAR, de David Torres 

    "...al borde de los Cárpatos, en Katowice, una fea ciudad de la cuenca minera de Silesia, había nacido Jerzy Kukuczka, uno de los más grandes escaladores de todos los tiempos. Jurek, como se le conocía familiarmente, tuvo que pagarse sus primeras expediciones al Himalaya pintando chimeneas de factorías metalúrgicas junto a varios de sus compañeros de escalada. En su libro de memorias, Mi mundo vertical, cuenta que los empresarios palidecían cuando les aseguraba que ellos no necesitaban andamios, que simplemente se descolgarían con una cuerda de lo alto de la chimenea. Con todo, ésa era la menor de las dificultades para salir de expedición en un país donde obtener la firma necesaria del comisario de turno suponía un auténtico calvario. También escribió una vez que los alpinistas occidentales son como deportivos de lujo que avanzan velozmente por una buena autopista, pero que se atascan en las carreteras comarcales, mientras que los alpinistas del Este parecen toscos cacharros que, sin embargo, aguantan mejor en los terrenos difíciles. No obstante, más que un tosco cacharro, Kukuczka parecía un oso gordo y un tanto gruñón, un bisonte polaco, hirsuto y pretérito. «Parecía el tendero del barrio», me dijo una vez Sebastián Álvaro, que se lo tropezó en el campo base del K2, cuando el polaco regresaba de inaugurar una nueva y tremenda ruta en la cara sur, donde había dejado un amigo muerto en el descenso. Pero más aún que su resistencia, su tozudez y su clase, causa asombro que Kukuczka, con sus cuerdas viejas y sus anticuados equipos de escalada, pudiera alcanzar no sólo la flor y nata del alpinismo mundial sino que llegara a hacerle sombra nada menos que a Reinhold Messner.
Ambos se habían encontrado por primera vez en el Lhotse, el primer ochomil de Kukuczka, cuando el tirolés ya era toda una leyenda del alpinismo, y el polaco nada más que un tipo prácticamente desconocido, con pinta de bebedor de cerveza más que de deportista de élite. Sin embargo, logró descongelar por un momento el rictus hierático de la estrella mundial al contarle que, en una expedición fallida al Nanga Parbat, había recogido una linterna perdida a casi ocho mil metros, en una vía prácticamente virgen. Sorprendido, Messner le replicó que esa linterna pertenecía a su hermano Günter, muerto años atrás en la primera travesía de la Montaña Asesina. Quizás entonces reconoció de golpe, en la sonrisa de aquel polaco barbudo y jovial, al único adversario que podía disputarle el cetro de los catorce ochomiles del planeta.
Sin embargo, Kukuczka no sólo tenía que contar con un montón de desventajas añadidas, sino que también había empezado la carrera tarde. Cuando Messner, en un soberbio sprint final, terminó por imponerse, Jurek le envió un telegrama de felicitación y se dedicó a escalar las cumbres que le quedaban en su particular «rosario», tal como él lo llamaba. Nunca aceptó muy bien la idea de haber conseguido el segundo aquella hazaña fabulosa, probablemente la marca deportiva más impresionante que existe. Cuando le preguntaron en una rueda de prensa cómo valoraba el hecho de haber completado la ascensión de los catorce ochomiles, tras Reinhold Messner, Kukuczka sonrió amargamente y dijo: «¿Alguien recuerda quién fue el segundo en subir al Everest?» Nadie supo responder. Sin embargo, el mismo Messner —un hombre que ciertamente no prodiga los elogios— le escribió poco después: «No eres el segundo. Eres grande.»
(...)
Su rostro bondadoso y alegre, coronado por una narizota de alcohólico, llegó a estamparse en un sello de correos polaco, pero la fama no le sentaba bien. Echaba de menos los Himalayas, la soledad de las cimas, el corazón al borde de la boca, las estrellas colgadas del mediodía de las que había hablado el gran alpinista francés Lionel Terray y que él vislumbró cerca de la cumbre del Makalu… Restaba sólo aquella vieja espina del Lhotse, su primer ochomil, y él quería arrancársela resolviendo el tremendo problema de su cara sur, sin duda el desafío más grande que quedaba pendiente en el Himalaya. Ya lo había intentado en 1985 y, cuatro años después, con su sueño cumplido, los deberes hechos y la gloria al hombro, Jurek se dirigió de nuevo a la pared más temible y despiadada del mundo. No regresó: su cuerda se rompió en algún punto por encima de los ocho mil metros de altitud, como si hubiese agotado la suerte increíble que le había acompañado tantas veces.
Para los polacos es muy importante contar con un Kukuczka de vez en cuando, un héroe del deporte o un premio Nobel que sitúe su país en el mapa".


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