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viernes, 22 de septiembre de 2017

LA INFANCIA EN LA ERA DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. EN CASA, UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA, de Bill Bryson

LA INFANCIA EN LA ERA DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. EN CASA, UNA BREVE HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA, de Bill Bryson 

   "Los niños acomodados tenían que soportar con frecuencia las penurias implícitas en la construcción del carácter. El cuñado de Isabella Beeton, Willy Smiles, tuvo once hijos pero solo servía el desayuno para diez con el fin de poner freno a la lentitud a la hora de sentarse a la mesa. Gwen Raverat, hija de un académico de Cambridge, recordaba en los últimos años de su vida que le obligaban a echarse sal en las gachas del desayuno, en lugar de las brillantes cucharadas de azúcar que sus padres se regalaban, y que tenía prohibido untar el pan con mermelada en base a que cualquier cosa sabrosa podía causar estragos en su fibra moral. Una contemporánea, miembro de una familia de clase similar, recordaba con melancolía la comida que le servían a ella y a su hermana a lo largo de la infancia: «En Navidad teníamos naranjas. La mermelada no la vimos jamás». Y a la destrucción de las papilas gustativas le acompañaba un curioso respeto por el poder que ejercían el miedo y el terror en la construcción del carácter. Los libros que preparaban a los jóvenes lectores para la posibilidad de que la muerte se los llevara en cualquier momento, y si no se los llevaba a ellos casi a buen seguro acabaría llevándose a mamá, a papá o a su hermano favorito, eran extremadamente populares. Esos libros subrayaban siempre lo maravilloso que era el cielo (aunque daba la sensación de que era también un lugar sin mermelada). Al parecer, la intención era ayudar a los niños a no tener miedo a morir, aunque el efecto era casi a buen seguro el contrario. Había otras obras literarias concebidas para asegurarse de que los niños comprendieran la ofensa estúpida e imperdonable que era desobedecer a un adulto. (...)
    Para muchos, las duras experiencias de la infancia no eran más que un modesto calentamiento para el estrés de la vida en las escuelas públicas. Es casi imposible encontrar una adversidad acogida con mayor entusiasmo que la escuela pública inglesa en el siglo XIX. Desde el momento de su llegada, los alumnos eran sometidos a regímenes durísimos, incluyendo baños fríos, frecuentes golpes de vara y la retirada de la dieta de cualquier cosa que pudiera ser descrita como apetitosa. Los chicos del Radley College, cerca de Oxford, estaban siempre tan famélicos que se veían obligados a recoger bulbos de las flores del jardín de la escuela para asarlos después en sus habitaciones a la llama de una vela. En otras escuelas donde no había bulbos, los chicos se comían incluso las velas. El novelista Alec Waugh, hermano de Evelyn, asistió a una escuela de preparatorio llamada Fernden que, por lo que parece, estaba singularmente consagrada a los ideales del sadismo. El día de su llegada, le sumergieron los dedos en un recipiente con ácido sulfúrico para quitarle por completo las ganas de morderse las uñas, y poco después le obligaron a comerse el contenido de un tazón de pudin de sémola en el que acababa de vomitar, una experiencia que, es natural, disminuyó por completo su entusiasmo por la sémola para el resto de su vida. Las condiciones de vida en los colegios privados siempre fueron severas. Las ilustraciones de los dormitorios de los colegios del siglo XIX nos muestran unos espacios que en nada se diferencian de los dormitorios de las cárceles o de los hogares para pobres. Los dormitorios solían ser tan fríos que el agua que pudiera haber en jarras y tazas se helaba por las noches. Las camas eran poco más que plataformas de madera, a menudo sin otra cosa para calentarlas y acolcharlas que un par de toscas mantas. En Westminster y Eton, cada noche encerraban a una cincuentena de chicos en salas enormes y allí los dejaban, sin ningún tipo de supervisión, hasta la mañana siguiente, quedando de este modo los más débiles a merced de los más fuertes. Los más jóvenes tenían que levantarse a veces a media noche para ponerse a lustrar botas, ir a buscar agua y diversas tareas más que estaban obligados a realizar antes de la hora del desayuno. No es de extrañar que Lewis Carroll comentara ya de adulto que nada en el mundo lo convencería para repetir la experiencia vivida en sus días de colegio. Muchos chicos eran azotados a diario, a veces incluso dos veces. De hecho, no recibir una azotaina era motivo de celebración. «Esta semana lo he hecho mucho mejor en aritmética y no he visto la vara ni una sola vez», escribió feliz a casa, a principios de los años ochenta del siglo XIX, un niño que estudiaba en Winchester. Las azotainas solían consistir en un castigo de entre tres y seis golpes administrados con una vara de madera de abedul de aspecto y tacto similares a los de un látigo, aunque a veces se adoptaban medidas incluso más violentas. En 1682, un director de Eton se vio obligado a dimitir después de acabar con la vida de un niño. Una cifra muy notable de jóvenes acabaron aficionándose al siseo y al escozor de las zurras, hasta tal punto que las azotainas por puro placer acabaron conociéndose como le vice anglais . Se sabe de al menos dos primeros ministros del siglo XIX, Melbourne y Gladstone, que eran flagelantes devotos, y de una tal señora Collet, de Covent Garden, que dirigía un burdel especializado en ofrecer sexo con bofetones."

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